BRUJAS II - Escuela de Parapsicologia CEPE de Argentina
BRUJAS Parte II
«Martillo de brujas»
Habían pasado más de 200 años desde que Sprenger y Krámer escribieran el Malleus, pero el texto maldito siguió utilizándose como manual a seguir por los hombres de fe en sus desquiciantes procesos. Según algunos relatos, que quizá hayan sido exagerados por aquellos pueblos que sufrieron en la propia carne la locura de la caza, Benedict Carpzov, principal perseguidor de la brujería en Sajonia. del que hablaremos más adelante, firmó personalmente más de 20.000 sentencias de muerte. Seguro que con ellas se aseguró un lugar en el cielo.
El primer manual que abordó el tema de las brujas, aunque no en profundidad, fue Práctica inquisitiones haerticae pravitatis, escrito por Bernard Gui —Guidoni— a principios del siglo XIV. Este inquisidor dominico que ejerció en Tolosa entre el 1307 y el 1323 destacó por su capacidad para extraer confesiones de los acusados incluso en las circunstancias más adversas. En su tratado recogió las características de los herejes, destacando que éstos podían ser descubiertos por sus extraños comportamientos. Por ejemplo, en sus actitudes a la hora de rezar durante la misa, señalando que «durante la elevación miran a la pared y no hacia la hostia», y «es raro que se arrodillen o junten las manos para orar como los demás». Gui reforzaba sus afirmaciones apoyándose en San Agustín, hombre de fe con el que el cristianismo estableció la tortura de forma oficial y que ya había definido el mundo de la hechicería y la brujería como «una asociación criminal del mundo oculto». Agustín allanó el camino para proceder a ejecutar a los herejes, práctica que después sería aplicada en la caza de brujas. El Líber de fíde ad petrum diaconum sostenía firmemente que «no sólo el pagano, sino el judío, el hereje y el cismático serán condenados al fuego eterno, que está preparado para el Diablo y sus ángeles, a menos que antes del final de su vida se reconcilien con la Iglesia católica y vuelvan a ella»
Bernard Gui añadió, siguiendo la misma línea y en defensa del Tribunal del Santo Oficio, que «la finalidad de la Inquisición es la destrucción de la herejía. La herejía no puede ser destruida sin que los herejes lo sean también, y eso no puede hacerse sino maneras: mediante su conversión o mediante la incineración carnal». No es de extrañar que con estas retorcidas declaraciones Gui fuese retratado como un ser despreciable por Umberto Eco en su novela El Nombre de la Rosa, que adaptaría al cine el director francés Jean-Jacques Annaud
Esta sentencia de Guidoni del Manual del inquisidor no deja lugar a dudas de que su obra influyó enormemente en los posteriores procesos contra la hechicería y la brujería: «La hechicería es un delito de lesa majestad que consiste en el rechazo consciente de un dogma, o la rígida adhesión a una secta cuyas doctrinas ha condenado la Iglesia por ser contrarias a la fe».
Junto a la Técnica o Libro de sentencias del inquisidor (1308-1323), Gui dejó escrito un interesante texto sobre los albigenses, los herejes cataros que erigieron su bastión en laciudaddeAlbi,a la que deben su nombre. En dicho escrito, Bernard recogió muchos de los tópicos que más tarde se atribuirían a estos «hombres buenos» para ser acusados de herejía: «Afirman que la cruz de Cristo no se debe adorar ni venerar, porque, según insisten, nadie venera ni adora el patíbulo sobre el cual un padre, pariente o amigo ha sido colgado. Ellos también declaran que los que adoran la cruz deben, por razones semejantes, venerar todas las espinas y las lanzas, porque cuando el cuerpo de Cristo estaba en la cruz durante la pasión, así mismo estuvo la corona de espinas en su cabeza y la lanza del soldado en su costado».
Gui se refiere a los textos escritos por los herejes cataros como libros malditos: «Todo relacionado con este tema se puede leer de modo más completo en los libros que ellos han escrito e infectado». Dichos escritos, por cierto, serían quemados por Santo Domingo de Guzmán, episodio que será inmortalizado en un lienzo del siglo XV por Pedro Berruguete.
• LOS TEXTOS DE EYMERICH Y NIDER
El dominico catalán Nicolás Eymerich siguió los pasos de Gui y en el mismo siglo, concretamente en el año 1376, publicó una interesante obra bajo el título de Directorium inquisitorum que fue reeditada varias veces entre los siglos XVI y XVII. Siguiendo la senda de los escolásticos, Eymerich estableció la existencia de tres clases de brujería, reafirmando las mismas supercherías que un siglo después recogerá Krámer en el Malleus:
1) La brujería de los que dan a los demonios un culto de latría, sacrificando, postrándose, cantando oraciones, encendiendo cirios, quemando incienso, etc.
2) La brujería de los que se limitan a dar a los mismos un culto de dulía o hiperdulía, mezclando los nombres de los demonios con los de los santos, en las letanías, rogando que los mismos demonios sean mediadores cerca de Dios.
3) La brujería de los que invocan siempre a demonios trazando figuras mágicas, colocando a un niño en medio de círculos, sirviéndose de una espada o un espejo.
Otra tratado destacado que sirvió a Sprenger de documentación para su manual fue el Formicarius —el Hormiguero—,de Johannes Nider —también Juan Nyder— escrito entre 1435 y 1437 y que trataba sobre los brujos suizos. Nider, nacido en Alemania, había mostrado ya desde pequeño grandes dotes para las ciencias y una decidida inclinación hacia el mundo religioso, por lo que sus padres lo pusieron bajo la dirección del padre Conrado de Prusia, superior del Convento de Santo Domingo de Colmar. Aprovechando sus enseñanzas, recibió de sus manos el hábito religioso en el año 1400, convirtiéndose así en dominico, como Sprenger y Krá'mer, orden religiosa de la que emanaría la mayor parte de las sentencias de muerte contra brujas y herejes. El siglo XV sería uno de los más temibles de la historia europea, viendo el inicio de la política de caza de brujas y la publicación de importantes tratados sobre el tema como el citado Formicarius o el Molleus. Tras recibir el hábito, Juan Nyder viajó a Viena para estudiar Filosofía y Teología. y más tarde a Colonia, ciudad donde fue ordenado sacerdote. En el año 1418 el religioso había conseguido ya deleitar a toda una comunidad de fieles, a la vez que se convertía en doctor de la Universidad. Sin duda el apasionante trabajo de explicar las Sagradas Escrituras y el Libro de las Sentencias avivó su ingenio para, años más tarde, pasar a explicar algo muy diferente: las características de los brujos y brujas y sus maleficias. También en aquella empresa tuvo éxito.
En 1431 la Santa Sede lo eligió Prior del Convento de Basilea. A partir de ese momento su actividad estaría irremediablemente ligada a la cruzada llevada a cabo por la Iglesia contra la herejía de los husitas y el posterior Concilio de Basilea. Aquella herejía provocó uno de los episodios más oscuros llevados a cabo por los predicadores del Señor, que por entonces ya contaban con la experiencia de exterminios tan notables como los de los señores cruzados y los cataros en el Languedoc. Juan Hus y su discípulo Jerónimo de Praga tomaron por hábito predicar contra el papa de Roma y contra todo el clero, de tal manera que lograron un buen día que el bajo pueblo de Bohemia se levantara gritando improperios contra la Santa Sede y toda la Iglesia Mayor. Entre otras mil blasfemias, tacharon al sucesor de Pedro de Anticristo, algo que por supuesto no gustó demasiado en la ciudad pontificia.
Una vez disuelto el Concilio de Constancia, último que vieron con vida los dirigentes husitas, sus seguidores continuaron cometiendo toda clase de asaltos y batallas bajo el mando de un tal Procopio Ruso y de un sacerdote de nombre Bedrico. El papa Eugenio IV no aceptaba las propuestas de reforma de los herejes por lo que se propuso la celebración de un nuevo Concilio, el de Basilea, para intentar mediante la negociación frenar el avance de este grupo considerado una secta por Roma. Con la intención de recabar diputados entre los Husitas para dicho Concilio, fueron enviados varios nuncios a una amplia zona de la Alemania de entonces. Uno de ellos fue el citado Johannes Nider. quien realizó un arduo trabajo para atraerse las simpatías tanto de husitas como católicos. El propio Nider, viendo la imposibilidad de reducir la herejía por cualquier medio, fue el cerebro de una idea más eficaz: intentó separar del partido de los Husitas a los nobles y a la clase media. Expuesta esta brillante idea ante el Concilio, éste entregó una ingente cantidad de dinero a Mainard de Neuchaux, un noble que consiguió acabar con los últimos coletazos de la herejía: tras derrotar al ejército de los dos Procopios, que perdieron la vida en un brutal combate, encerró en un granero a todo aquél simpatizante de la causa husita. Allí, prendió fuego a la edificación y la herejía fue, como tantas otras veces en la historia de la Iglesia, extinguida a base de altas temperaturas.
El Formicarius, que está formado por cinco libros, no trata únicamente sobre las ciencias ocultas. En su amplio tratado, Nyder abordó diferentes cuestiones teológicas que se adivinan del amplio título del texto: Hormiguero de Juan Nyder, o exhortación a la vida cristiana, diálogos históricos, en los que se habla con frecuencia de príncipes, obispos, superiores, sacerdotes, religiosos, mendigos y mendigas, repúblicas y ciudadanos, personas casadas, viudas, doncellas. y de otras muchas cosas que se refieren ,a los íncubos, la invocación de los muertos, o el arte para comunicar con los demonios.
Nider escribió su Formicarius a modo de diálogo entre un teólogo y un escéptico que discuten sobre los problemas que surgen en el seno del citado Concilio de Basilea. Él mismo fue casi un escéptico, pues en una obra anterior, Praeceptorium divinae legis, afirmaba que los vuelos nocturnos no son sino fantasías del sueño, y que las metamorfosis reales no existen, son, simplemente supersticiones creadas por los demonios para engañar al hombre. Aún así, su obra marcó un hito entre los demonólogos y sirvió al propósito de la caza de brujas como cualquier otra. En numerosas ocasiones su quinta parte, dedicada a «las brujas y sus engaños», fue incluida a modo de apéndice en distintas ediciones del Malleus malefícarum Nider utiliza la metáfora de las hormigas —de ahí el título de su manual— para referirse a la secta de las brujas e «instruir en su deber a los cristianos de todas edades y condiciones».
En este escrito leemos: «Son las hormigas varias en
los colores, porque unas son negras, otras rojas o amarillas. Más por sus
colore puede entenderse la varia condición de los vicios, aunque los mismos
animales sean de sí buenos,como todas las criaturas de Dios. Así como por la
blancura y candor de los vestidos, según San Gregorio, se acostumbró a entender
la pureza y limpieza de virtudes, así también por los colores, que se apartaban
más o menos de la blancura, se significaba la mayor o menor enormidad de los
vicios, como se ve por la Sagrada Escritura»
Y en otro pasaje continúa comparando al hombre con las diminutas hormigas:«Aun
cuando la hormiga respecto al ingenio y sagacidad sea el más noble de los
animales diminutos, sin embargo, si incautamente alguno la toca, por limpio que
esté se pone sucio. Así el cuerpo humano, aunque esté exento de pecado actual
se mancha en uno y otro hombre muy fácilmente con el contacto de otro sexo, a
la manera que se convierte al instante en lodo la ceniza a quien se aplica un
líquido».
Sin
duda, el Formicarius de Nider es más que interesante por la novedad de su
planteamiento y su forma de redacción: el diálogo. Las teorías de Nider, aunque
en ellas no se refiera al aquelarre, el pacto con el diablo o las relaciones
sexuales con el diablo — como la mayoría de sus colegas—, marcaron un antes y
un después en el mundo de la demonología. Siglos después de su redacción
todavía influiría a hombres de la talla de Francesco-María Guazzo y Jean Bodin
en la composición de sus tristemente célebres «martillos».
• EL OTRO MALLEUS
Otro
tratado maldito, probablemente el que más influencia ejerció tras el Malleusjue
escrito en 1524 por Paulus Grillandusjuez papal que participó en los procesos
por brujería celebrados en Roma a comienzos del siglo XVI.Tractatus de
hereticis et sortilegiis fue su título y entre sus páginas Grillandus abordaba
como tema principal el concepto del aquelarre. Este inquisidor fue el que más
noticias dio acerca de dichas reuniones de brujas, que servirían para despertar
la imaginación de no pocos autores posteriores a éste. Según él, estos
aquelarres —cuya tenebrosidad sería recogida con toda genialidad por Goya en
sus lienzos— se celebraban en Benevento. Grillandus contaba el caso de una
joven retenida en el castillo de San Pablo (Italia) que le confesó haber
asistido a una de esas nocturnas reuniones. Según el magistrado, la joven fue
conducida por los aires por una vieja bruja a una de sus asambleas, presidida
por el Diablo. Una vez allí, renegaba de Dios y juraba realizar todo tipo de
maleficios para entregarse a continuación a la cópula con diferentes demonios.
En
aquél lugar desconocido, siempre según Grillandus, las brujas bailaban,
copulaban y comían abundantemente carne de niño. Mientras, el Diablo, en forma
de macho cabrío o de gato negro, tocaba algún instrumento. como la gaita o el
tambor. Al amanecer. el aquelarre se disolvía y las brujas regresaban a su
hogar por los aires, a lomos de algún animal brindado por el demonio o sobre
una vara que lograba elevarlas gracias a las virtudes de un misterioso
ungüento. Su obra abarcaba un amplio abanico de ciencias ocultas: demonología,
posesiones y pactos con el Diablo, los citados aquelarres y la adivinación,
aunque afirmaba que jamás había visto ni oído que se hubiese encontrado en
bruja alguna signo de su «flagrante crimen», lo que repercutió negativamente en
la credibilidad de su obra.
• LOS «MARTILLOS» FRANCESES
La
literatura antibrujeril durante estos años (XV-XVII), tras la aparición del
Molleas malefícarum y su consiguiente éxito, fue muy prolífica casi
apabullante. Dichos manuales se convirtieron en el instrumento a través del
cual los jueces, tanto civiles como religiosos, canalizaron su sadismo y
frustraciones sexuales. Otros, quizá, siguieron simplemente la moda de una
época terrible marcada por guerras, desastres naturales y enfermedades que
asolaron Europa, como la peste, lo cual no les excusa de sus brutales actos.
Aunque
sería en Centroeuropa, en países como Alemania o Suiza, donde la caza de brujas
sería más enfermiza, otros países no se libraron de la locura persecutoria. En
Francia destacaron importantes demonólogos que crearon escuela y cuyas obras
serían reeditadas varias veces: Henri Bouguert, Nicolás Remy y Jean Bodin.
Henri
Bouguet (1550-1619), famoso abogado de la época, además de un exitoso libro I
pedagógico de derecho, escribió una de las obras más consultadas entonces sobre
demonología, Discours des sorders. El tratado conoció unas doce ediciones en
tan solo doce años y en él describía, en la línea de sus predecesores, el
peligro de las sectas de las brujas y los procedimientos a seguir para acabar
con ella. Sus recomendaciones rivalizaron incluso con las del Malleus, aunque
no divergían demasiado de estas últimas. Bouguet insertó en su Discours des
sorders un largo apéndice compuesto de setenta artículos bajo el título de La
forma en que ha de proceder un juez en un caso de brujería. en el que
codificaba los métodos judiciales a seguir en los procesos.
A pesar de dotar a su manual de un lenguaje jurídico que en un principio parecía serio, su obra no dejó de ser otro compendio de superchería, ideas absurdas y ejemplos realmente Increíbles. Cuando Henri ejerció como un sádico juez en algunos procesos, examinó a no pocos brujos y brujas y llevó a la hoguera a muchos de ellos. Según cuenta en su Discours, había entre ellos incluso niños imberbes. De poco le sirvieron sus estudios de derecho, la ley en aquél tiempo no conocía la palabra justicia o, al menos, nunca supo aplicarla debidamente.
Nicholas
Remy fue todavía mucho más cruel y vengativo que Bouguet. Tras estudiar también
derecho, como su colega en la Universidad de Toulouse, donde conoció a Jean
Bodin —ejercía allí como magistrado—, consiguió el puesto de fiscal del
Tribunal Supremo de Lorena en 1591. Obseso perseguidor de brujas, publicó una
obra titulada Demonolatreiae, desordenado compendio de actas judiciales,
opiniones y experiencias personales y curiosas anécdotas, que dividió en tres
partes:
En la primera abordaba el tema del satanismo, mientras que en la segunda se centraba en la relación de las brujas con el sexo y los demonios. Valga de ejemplo la descripción de las relaciones que mantuvieron dos hombres con unos súcubos, demonios con forma femenina: «Pero en este punto, quienes nos han hablado de la cópula con demonios en forma masculina o femenina, dicen al unísono que no puede imaginarse ni describirse nada más frío ni desagradable. Petronio Armentario —uno de los inculpados en sus procesos— decía que en cuanto abrazaba a su 'Abrahel'sus miembros se ponían rígidos, y Hennezel —el otro Inculpado— aseguraba que experimentaba la sensación de introducir el miembro en una cavidad fría como el hielo y que se veía obligado a dejar a su 'Schwartzburg' sin haber tenido un orgasmo. Estos eran los extraños nombres con que se conocía a los súcubos».
En la tercera y última parte de su Demolatreiae, Remy ofrecía conclusiones
sobre la caza de brujas y ofrecía ejemplos prácticos a los jueces a la hora de
proceder en los juicios. Aferrándose en la creencia de que «cualquier cosa que
no sea normal es obra del Demonio» cometió verdaderas atrocidades. Se jactaba
de haber quemado a 900 personas en sólo una década y procesó personalmente a
una mendiga en 1582 porque su hijo mayor había muerto misteriosamente. Al
parecer, unas semanas antes el joven le negó una limosna a la desdichada. Sin
duda, para Remy la desgracia de su primogénito era fruto de la maldición de una
bruja. Los pobres, generalmente, tenían más papeletas para acabar sirviendo de
leña.
Jean
Bodin fue el más célebre de todos ellos. Este erudito francés —estudió Derecho,
Lenguas Clásicas, Filosofía y Economía— marcó un hito en la historia de la caza
de brujas. Nacido en 1529 en Angers, estudió doce años bajo el hábito de monje
carmelita en la Universidad de Toulouse, donde acabó ejerciendo como profesor
titular de derecho romano y donde, efectivamente, conoció a Nicholas Remy. Antes
de sumergirse en el controvertido universo de la brujería, Bodin escribió en
París obras político-jurídicas de gran relevancia entonces, como su República,
texto que le valió la pérdida del favor real al arremeter en él contra la
monarquía. En 1576 abrió un bufete de abogados en Laon, donde se casó -éste, a
diferencia de otros «cazado-sí saboreó las mieles del género femenino, lo cual
no le impidió arremeter contra éste con igual contundencia— y se convirtió en
fiscal público. Escribió doce obras, entre las que destaca
Démonomaniedessorders (Demonomanía de los brujos) publicada en 1580 en París.
En latín fue publicada al año siguiente bajo el título de De magorum
daemonomania, consiguiendo en 1604 ser reeditada diez veces
Bodin escribió este tratado para orientar a los jueces en la lucha contra la
brujería. (on tanto erudito predicando reglas y métodos debió ser difícil
actuar con homogeneidad, si bien la falta de originalidad de los mismos los
convertía casi en meras copias tinos de otros. La Daemononomanie de Bodin se
basaba, como muchas obras precedentes, en la experiencia que el propio autor
había cosechado en varios procesos. El (ranees fue otro de los que arremetieron
enérgicamente contra aquellos que no creían rn la brujería y la magia, a los
que tachó de herejes, pues el abogado creía firmemente no sólo en éstas, sino
también en la licantropía, por lo que fue duramente criticado en 1605 por el
arzobispo Samuel Harsnett.
Férreo
defensor de la casi siempre «evidente culpabilidad» de los sospechosos, llegó a
sentenciar que el simple rumor bastaba para condenar a un desgraciado: «Pues se
recomienda que, en estos delitos de conspiración, la presunción y la conjetura
sean pruebas suficientes». Seguro que con esta forma de proceder no era nada
difícil ejercer como juez o abogado en aquellos tiempos. Suya es también la
famosa clasificación de los quince crímenes que cometían los brujos:
1.
Renegar de Dios.
2.
Maldecir de
Él y blasfemar.
3.
Hacer homenaje al Demonio, adorándole y sacrificando
en su honor.
4.
Dedicarle los hijos.
5.
Matarlos
antes de que reciban el bautismo.
6.
Consagrarlos
a Satanás en el vientre de sus madres.
7.
Hacer
propaganda de la secta.
8.
Jurar en
nombre del Diablo en signo de honor.
9.
Cometer incesto.
10.
Matar a sus semejantes y a los niños pequeños parar
hacer cocimiento.
11.
Comer carne humana y beber sangre, desenterrando a
los muertos.
12.
Matar, por medio de venenos y sortilegios.
13.
Matar ganado.
14.
Causar la esterilidad en los campos y el hambre en
los países.
15. Tener cópula carnal con el Diablo.
Más de lo mismo. La clasificación de Bodin no viene a ser sino una compilación de las tópicas creencias de demonólogos varios sobre las brujas. En ocasiones, a mi al menos me sucede, es inevitable esbozar una sonrisa al leer tal sarta de supercherías, sonrisa que llevaría a la carcajada si no fuera porque dichas estupideces condujeron a la hoguera a muchas miles de personas inocentes.
De la Démonomanie des sorders parte la forma clásica de elaboración de los «martillos». En una primera parte.de carácter teológico, Bodin aborda el tema del Demonio y su relación con la secta de los brujos. Luego, recoge las diversas clases de magia utilizadas por éstos y sus modos de actuar, mediante maleficios, además de los famosos y reiteradamente nombrados vuelos nocturnos y reuniones en campo abierto -Sabbats—. En la tercera y última parte de su tratado, el francés señala la forma en que deben actuar los jueces y las penas que deben sufrir los condenados
Cruel y fanático, como tantos otros, Bodln fue uno de los primeros que intentó definir legalmente la figura del brujo:«La persona que,conociendo las leyes de Dios, Intenta realizar un acto mediante un pacto con el Diablo». A pesar de ser un hombre Instruido, no se distanció demasiado de la actitud de sus colegas: promovía la tortura y exhortaba a tratar brutalmente a los sospechosos, como se desprende de este extracto del Démonomanie. «Si existe algún medio para aplacar la ira de Dios, para obtener su bendición, para Infundir temor en ciertas personas mediante el castigo de otras, para evitar que unos contagien a otros, para disminuir el número de malhechores, para asegurar la vida de quienes obran el bien y para castigar los crímenes más infames que puede concebir la mente humana, ese medio consiste en castigar a las brujas con el máximo rigor». El máximo rigor para Bodin, créanme, consistía en torturas indescriptibles, vejaciones que acababan con la vida del reo incluso antes de condenarle a la pena máxima. Para cumplir su «divino cometido» llegó incluso a torturar con sus propias manos a niños y a inválidos. Como cuenta Hope Robbins, «para infundirles el temor de Dios, Bodin recomendaba que se utilizaran cauterios y hierros al rojo, con el fin de arrancar la carne putrefacta».
A pesar de su férreo cumplimiento de la ley de Dios, todos los escritos del puritano juez fueron condenados por la Inquisición;al parecer, por simpatizar con los calvinistas franceses y participar en la matanza del día de San Bartolomé. Aunque se libró de la tortura y la hoguera, murió de peste, como muchos de los pobres miserables que mandó encerrar, en el año del Señor de 1596.
• El «MARTILLO» PROTESTANTE
Una de las mentes más retorcidas que nació de la gran caza de brujas en Alemania respondía al nombre de Benedict Carpzov (1595-1666) y fue conocido popularmente como «el legislador de Sajonia». Su obra, Practica rerum criminalum (Sobre el derecho penal), publicada por primera vez en 1635, fue para los protestantes lo que el Malleus para los cazadores católicos.
Hijo de un afamado profesor de derecho, Carpzov ejerció durante muchos años como juez en el Tribunal Supremo de Leipzig, ocupándose de casos de difícil resolución. Su mano de hierro con las brujas le llevó a condenar a miles de personas a la pena máxima. Algunos años después de su muerte, en 1675, Philipp Andreas Oldenburger atribuyó a su persona más de veinte mil sentencias de muerte. Si bien las cifras muy probablemente fueron exageradas, debido al profundo horror que la caza de brujas causó entre la población alemana, lo cierto es que Carpzov fue un legislador sin escrúpulos, cuyos modelos a seguir fueron demonólogos como Krámer, Paulus Grillandus, Del Rio, Remy y su admirado Jean Bodin. A pesar de no pertenecer al círculo protestante, estos personajes cuyos delirios ya conocemos fueron la principal fuente de Benedict a la hora de redactar su «martillo», en el que no hizo ninguna aportación teórica novedosa respecto a la secta brujeril: las brujas volaban para reunirse en los aquelarres que, por supuesto, consideraba reales, y mantenían habituales relaciones con los demonios. Dos o tres veces por semana, afirmaba. A la vez, elevaba la hechicería al rango de la brujería, prácticas que él creía similares. La única anécdota novedosa que aportó en sus escritos sobre el tema fue, aunque parezca increíble, su total convencimiento de que las brujas, en determinadas ocasiones y tras copular con demonios, parían duendes. Eso, y algunas formas de tortura excesivamente crueles.
SI su obra, aparte del enorme éxito que obtuvo —conoció nueve ediciones en menos de un siglo— no aportó demasiado al corpus doctrinal de los demonólogos, las acciones si son dignas de recuperar en estas páginas como muestra de la depravación de unos hombres realmente enfermos y sádicos. Sus actuaciones, quizá las más atroces de todas las llevadas a cabo por estos cruzados del mal, son indescriptibles. Carpzov consideraba, como Bodin y otros teóricos, la intencionalidad y la sospecha pruebas suficientes para encausar a un individuo. Defendió durante toda su vida la tortura como medio para extraer confesiones, dejando reseñados hasta diecisiete métodos diferentes de llevarla a cabo. Uno de los más habituales, como señala Robbins en su Enciclopedia de la brujería, consistía en «quemar lentamente el cuerpo del acusado con velas e introducir varillas de madera bajo las uñas y prenderles fuego»
Si este ejemplo no es suficiente por sí sólo para demostrar su sadismo, Carpzov solía impedir que se enterrase el cadáver de los acusados de brujería, pues creía que de esta forma se disuadía al resto de las brujas para que no cometieran sus maleficios, no fueran a correr la misma suerte. Aunque lo cierto es que poco importaba que uno hubiese cometido maleficios o no para ser considerado sospechoso. Su nombre quedó grabado a fuego, nunca mejor dicho, en el recuerdo de los germanos durante muchos años. Todavía hoy, cuatro siglos después, sus atrocidades inspiran un profundo temor. Menos mal que fue un hombre santo...
• GUAZZO Y EL «MARTILLO» ITALIAN
Francesco-Maria Guazzo nunca fue un hombre de acción, como sus imitados Bodi,
Remy o Lancre. Aunque participó como asesor en varios juicios, su trabajo se
adscribió al campo teórico, recogiendo en su obra los actos típicos de las
brujas y la manera de combatirlos mediante las «armas del Señor», como el agua
bendita, el crucifijo o la oración —de esta manera parecía más un cazador de
vampiros que de brujas—. A comienzos del siglo XVII tomó los hábitos como
hermano de la orden de San Ambrosio ad Nemus en la ciudad de Milán. Férreo
católico, arremetió duramente contra el protestantismo, llegando a afirmar que
su inspirador, Martín Lutero, era hijo de una monja y del Diablo. Escribió su
«martillo», titulado Compendium malefícarum (Manual de brujas o Compendio de
los males) a petición del arzobispo de Milán Federico Borromeo, con la
intención de «desenmascarar y clasificar las prácticas de brujería». Su texto,
que influirla más tarde en la creación de la obra de Sinistrari, está compuesto
de la clásica división en tres partes (Libro I, Libro II y Libro III) y sus
correspondientes capítulos, con títulos tan sugerentes como Sobre si las brujas
tienen el poder de hacer hablar a las bestias o Las brujas hacen uso de
cadáveres humanos para asesinar a los hombres
Cada uno de estos capítulos consta de una introducción teórica, reforzado con los mas variados e ingeniosos ejemplos, casi todos ellos extraídos de obras clásicas anteriores como el Malleus malefícarum o el Discours des sorders. Su compendio demuestra aante todo la falta de originalidad de los «martillos» desde que Krámer y Sprenger publicaran su obra. No obstante, la importancia del Compendium reside en ser el primer gran manual, algo tardío,de autoría italiana, país menos acostumbrado que Alemania o Suiza l las delirantes cacerías de brujas.
SI uno
lee con atención el tratado de Guazzo podrá apreciar —a pesar de su más que
evidente estrechez de miras— un brillante trabajo de erudición y una clara
pasión por comunicar sus conocimientos y opiniones. Guazzo, además, acompañó
sus escritos con curiosas ilustraciones en las que mostraba escenas de
aquelarres, pactos con el diablo y vuelos nocturnos sobre bestias. Sus grabados
son, junto con los del Malleus, los más representativos de toda aquella época
en la que el temor a las brujas era algo casi patológico. Las siguientes
palabras, recogidas en el capítulo VII del Compendium malefícarum, ilustran a
la perfección ese irracional temor: «Nadie está tan seguro como para estar
libre de todo temor a ser dañado por los malvados. Nuestra experiencia
cotidiana es prueba suficiente de que ninguno de nosotros está expuesto a un no
pequeño peligro en este sentido. Porque las brujas no atacan con sus venenos
sólo a aquellos que «tan sin guardia o dormidos por la noche; sino que
extienden sus trampas para los precavidos, de tal forma que pueden a penas
escapar mediante el consejo o la previsión humanos».
Quizá
el capítulo más curioso del Compendium, muy similar a los de los manuales de
exorcismos que alcanzaron su mayor éxito más o menos en la misma época en que
se redactó la obra de Guazzo.es el capítulo II de la tercera y última parte,
donde el autor da una nada desechable información para distinguir entre
aquellos hombres que están endemoniados de aquellos otros que están embrujados.
El epígrafe denota una clara influencia del Rituale romanum, en concreto su
apartado De exorcizandis obsessis a daemonio.
Guazzo
ofrece nada menos que 47 síntomas particulares que aparecen en aquellos
poseídos por el demonio, entre los que se cuentan algunos tan curiosos como los
siguientes: «Si sienten que derraman agua fría sobre su espalda» o «del
orificio abdominal de algunos salen ciertas cosas como bolas, como si fueran
gusanos u hormigas o ranas». Desde luego estos síntomas que no necesitan comentario
alguno, hablan por sí solos.
El
ambrosiano completa su lista con una serie de síntomas característicos —20
concretamente— de aquellos que en lugar de endemoniados se encuentran
únicamente embrujados, basándose en los estudios precedentes de Andrea
Cesalpini. Son tanto o más interesantes que los anteriores: «Algunos se vuelven
generalmente impotentes» o «aquellos que están embrujados pueden apenas
soportar mirar a un sacerdote a la cara, al menos no de forma directa; porque
les cambia el blanco de los ojos de distintas maneras». Una época singular, sin
duda.
• MATTHEW HOPKINS, EL CAZADOR DE LAS HIJAS DEL
DIABLO
He
citado ya en alguna ocasión el nombre de este peligroso personaje anglosajón
obsesionado con la brujería y que fue el responsable de no pocas torturas,
mutilaciones y asesinatos. Veamos más detenidamente su trayectoria, ya que fue
autor de un peculiar «martillo», como todo depravado de la época. Hopkins vivió
en la primera mitad del siglo XVII (murió en 1647) y desarrolló su febril
persecución de la brujería principalmente en los primeros años de la Guerra
Civil inglesa (1642-1651), una serie de conflictos y conspiraciones que
tuvieron lugar entre los monárquicos partidarios de Carlos I y los
parlamentaristas dirigidos por Oliver Cromwell, quien se convertiría en Lord
Protector de Inglaterra tras la ejecución del monarca Matthew Hopkins nació en
una fecha desconocida en Great Wenham, Suffolk,y era hijo del clérigo puritano
James Hopklns. Aunque se tienen pocos datos sobre sus primeros años de vida,
sabemos que se hizo abogado, aunque según diversas fuentes «de poca monta».
Incapaz de ganarse la vida en Ipswich, se trasladó a Manningtree, en Essex, un
enclave donde se vivía una gran tensión entre los republicanos que defendían a
ultranza el protestantismo y el episcopado, que reclamaba sus derechos como
Iglesia Católica de Inglaterra.
Fue entonces cuando este personaje comenzó a ejercer presión sobre las autoridades locales, provocando que centraran su preocupación en la brujería y no en la guerra. Se dedicó a fomentar la unidad bajo la bandera del puritanismo, atacando «a los enemigos del Parlamento y de Dios». Para desembarazarse de los elementos subversivos, Hopkins llegó a asegurar que tenía en su poder la lista del Diablo con todas las brujas de Inglaterra. Una aseveración que hoy puede parecemos ridícula, pero que entonces se tomaba bastante en serio.
Aprovechándose
de la histeria colectiva y de la misma sensación de incertidumbre y constante
delación que se vivía en el país, fruto de una época de grandes cambios,
Hopkins no tardó en ganarse la confianza de las gentes, en su mayoría fanáticos
puritanos obsesionados con el diablo. Recibió importantes cantidades económicas
a cambio de su inestimable contribución para extirpar el mal provocado por las
brujas. Hopkins ganaba unas seis libras por realizar, por ejemplo, un viaje a
Aldeburgh, y veintitrés por viajar a Stowmarket. Un buen negocio, si tenemos en
cuenta que el sueldo medio de la época era de seis peniques diarios {una libra
son 100 peniques).
Influido
por el tratado demonológico escrito por el rey Jacobo I, hijo de la malograda
María Estuardo, y obsesionado con las brujas y algún «martillo» más, como la
Guía para /osyurados, en 1645 nuestro siniestro protagonista inició
su carrera como cazador de brujas Junto a su despreciable colega John Stearne. quien
lo acompañaba siempre en sus cacerías, en sólo catorce meses envió al patíbulo
a más personas que todo el resto de cazadores de brujas ingleses juntos. Se
calcula que entre 1644 y 1646 acabó con la vida de unas 200 brujas.
Su primera víctima fue la anciana tullida Elizabeth Clarke. a la que sometió a
tortura hasta que ésta delató a otras cinco mujeres. Allí por donde pasaban los
dos hombres sembraban primero el recelo entre los vecinos y después
el terror. La señora Clarke acabaría muriendo en la horca acusada de «mantener
espíritus malignos». Así lo dejó claro Hopkins en la primera declaración que
realizó contra la desdichada en la audiencia del condado de Chelmsford: «La
mencionada Elizabeth dijo a este informador y a Stearne, aquí presente. que si
no hacían ningún daño a la mencionada Elizabeth llamaría a uno de sus demonios
blancos y jugaría con él en su regazo. Pero este informador le dijo que no lo
consentiría y, pasado un rato, la mencionada Elizabeth confesó que tenía
comercio carnal con el demonio desde hacía seis o siete años; y que se le
aparecía junto a la cama tres o cuatro veces por semana y yacía con ella
durante la mitad de la noche, bajo la forma de un auténtico caballero, con faja
de encaje y con la figura de mi hombre. Y le decía: 'Bessie, quiero yacer contigo’,
y ella nunca se negaba».
Hopkins
incluso llegó a declarar bajo juramento que «al cabo de un cuarto de hora
aparecieron cuatro demonios», a los que pudieron ver Stearne y él mismo, «bajo
la forma de un perro blanco, un galgo, un turón y otro ser negro que en seguida
desapareció». A partir de ese momento se sucedieron las delaciones y las
acusaciones. Como ocurrió en la mayor parte de países durante la fiebre
persecutoria (y ha sucedido siempre en los grandes enfrentamientos políticos o
religiosos), todo aquel personaje poco agradable o que había realizado alguna
faena al vecino de al lado era acusado por éste como «servidor del maligno». La
delación era la mejor forma, y la más maquiavélica de deshacerse de una figura
incómoda, como sucedería también en Salem (M,r, sachusetts),al otro lado del
charco, no muchos años después.
La
mayor parte de las brujas de Chelmsford acabó confesando, algo que no es de
extrañar teniendo en cuenta que Hopkins y Stearne eran entusiastas de la
tortura como procedimiento a seguir para obtener confesiones. Idearon toda una
serie de irloK idas técnicas para extraer de la boca de los reos precisamente
lo que querían oír.
Durante bastante tiempo Hopkins recurrió a la célebre prueba del agua (véase
último capítulo), pero cuando fue prohibida en 1645 por la comisión
parlamentaria encargada del caso, el cazador extrajo confesiones utilizando
otras técnicas no menos crueles, como no dar de comer a los prisioneros,
privarles del sueño, aislarlos u obligarles a andar hasta que sus pies se
convertían en una llaga.
Hopkins
tuvo la suerte de contar con jueces tendentes a la credulidad, como el duque de
Warwick y sir Harbottle Grimston, por lo que diecinueve acusadas fueron
Condenadas a que las colgaran por el cuello hasta morir. Pero Hopkins no esperó
a que concluyera el proceso de Chelmsford y se dedicó a visitar ciudades y
aldeas para enriquecerse apresando brujas. Lugares como los condados de
Cambridge, Northampton, Huntingdon o Bedford vivieron en su seno la locura de
la caza. Se calcula que sólo en Suffolk, Matthew Hopkins fue el responsable de
la detención de alrededor de 124 personas acusadas de brujería, de las que
acabaron ahorcadas unas 68.
Pronto,
sin embargo, el cazador se encontró con una férrea oposición. En septiembre de
1645 la revista parlamentaria The modérate intelligencer (El informador
moderado) realizaba el siguiente comentario sobre las ejecuciones sumarias:
«Han
sido muchas las personas condenadas y no pocas las ejecutadas, y seguramente
habrá más. La vida es un don precioso y es preciso realizar profundas
investigaciones antes de arrebatarla». A Hopkins, sin embargo. como a otros
tantos cazadores de brujas y autores de «martillos», le bastaba la acusación de
un niño, un nonagenario o un loco para proceder a detener a alguien, cuando no
era él mismo quien, para salirse con la suya, se inventaba todas esas fantasías
sobre reses hechizadas, demonios familiares o vuelos nocturnos. El cazador
inglés lo tuvo algo más difícil cuando en 1645 el sacerdote John Gaule, de
Huntingdon, comenzó a predicar contra él y publicó su obra Selección de casos
de conciencia, donde mostraba los terribles métodos de tortura utilizados por
Hopkins.
En su
defensa éste escribió el citado opúsculo Thedi5coveryofwithcraft,en el que
justificaba sus excesos, como si de un auténtico enviado de Dios para
salvaguardar la fe y combatir el mal se tratara. Las gentes que antes lo habían
elogiado comenzaron a negarle su apoyo y a sospechar de su integridad, por lo
que los jueces le interrogaron sobre sus métodos de tortura y sobre sus
remuneraciones como cazador, que ascendían por aquel entonces a un buen pellizco
—nada menos que unas mil libras—.
En
1644, en la segunda parte de su Hudibras, el poeta inglés Samuel Butler le
dedicó estos versos de denuncia, con marcada ironía:
¿Acaso no ha colgado,
sólo en un año,
a más de sesenta en su condado?
Los unos, porque no se ahogaron;
los otros, por pasar noches y días,
en el suelo sentados, con dolor
de agonía,
fueron a horca enviados;
y otros, en fin,
según decía,
por perpetrar villanías
contra gansos y cerdos,
que de males ignotos
pronto moría
Aunque los juicios contra las brujas continuaron en varios condados, Hopkins se retiró en el verano de 1646, sin duda presionado por sus enemigos, a su hogar en Manningtree, donde murió de tuberculosis un año después. Sin embargo, circula una leyenda apócrifa que afirma que hubo de retirarse a Bury St. Edmunds, debido a la animosidad popular en Manningtree, donde fue sometido a la prueba del agua, aquella forma de tortura que tanto le atrajo en otro tiempo. Debido a la falta de documentos reales y a la imprecisión de los textos escritos tanto por Hopkins como por Stearne, es prácticamente imposible saber con certeza cuántas personas murieron en la horca acusadas de brujería por culpa de este siniestro tándem que sembró el terror a su paso. Pero es muy probable que murieran varios cientos de personas inocentes por culpa de su fanatismo incontrolable
El polémico sacerdote y erudito inglés Montague Summers, que dedicó gran parte de su vida al estudio de la brujería y las ciencias ocultas, atacó de forma visceral la falta de sinceridad de Hopkins en sus escritos:«Por la que su nombre apestaba (...) por ser el más vil de los parásitos, obscena ave de presa de la tribu de Judas y Caín». No sabemos sí con su depravada actuación Matthew Hopkins se ganaría ese cielo que tanto ansiaba, pero lo cierto es que, lo que se dice simpatías, acabó ganándose muy pocas...
• FRANGÍS HUTCHINSON, LA RAZÓN FRENTE AL FANATISMO
Pocas décadas después de las fanáticas persecuciones llevadas a cabo por Matthew Hopkins el sentido común adquirió la forma de un párroco de St. James en Bury St. Edmunds, lugar donde habían tenido lugar tristes acontecimientos relacionados con la brujería. Su nombre era Francís Hutchinson. Había nacido en 1660 en Derbyshire y, tras estudiar en Cambridge y ordenarse sacerdote, escribió una obra de gran relevancia: Historical essay concerning witchcraft (Ensayo histórico sobre la brujería), editado en 1718, en el que recogía testimonios personales de algunos supervivientes de las enfermizas cazas. En su obra Hutchinson denunció la gran cantidad de acusaciones que se llevaron a cabo por motivos políticos en Inglaterra —ya hemos señalado que fueron los años de la temible Guerra Civil— y el gran número de procesos que años después se realizarían basándose en la presunta posesión demoníaca de niños. El párroco dedicó su ensayo a los tres jueces supremos de Inglaterra, lo que suponía no poca valentía en unos tiempos en los que la justicia caminaba por terrenos demasiado pantanosos y el ajusticiamiento era un procedimiento tan habitual como lo pueda ser hoy una multa.
Como harían algunos eclesiásticos españoles en diversos trabajos que después veremos, Hutchinson escribió su Essay para combatir, bajo un tono de marcado escepticismo, la superchería que se vivía entonces, causante de gran parte de las terribles acciones cometidas durante la caza de brujas, refutando y desprestigiando «martillos» y tratados antiguos y contemporáneos, como la obra Complete history of magic (Historia completa de la magia) de BouIton, escrita en 1715. El trabajo de Hutchinson supuso un primer e importante paso para frenar la fiebre persecutoria, al comparar a aquellos que acusaban a las brujas con verdaderos hechiceros, causantes de todo el mal. Las palabras del párroco en la introducción a su obra no pueden ser más esclarecedoras: «Si una persona malvada afirma, o una muchacha sin cerebro imagina, o un espíritu embustero hace creer que ve a una anciana o a cualquier otra persona atacándolo en sus visiones, los defensores de la brujería vulgar adjudican un pacto imaginario, que no se puede probar a la declaración, y ejecutan a las partes acusadas por cosas que estaban haciendo cuando quizá se encontraban durmiendo en su cama; o rezando o acaso en manos del acusador encadenadas».
Hutchinson murió en Portglenone (Irlanda) en 1739,dejando escritas unas diecinueve obras. Su labor fue encomiable y sirvió para que muchos jueces que hasta el momento no habían meditado sobre la locura de la caza de brujas exigieran pruebas más claras y contundentes, además de poner en el ojo del huracán a los fanáticos cazadores herederos del trabajo de Hopkins y Stearne.
• LOS JUICIOS DE SALEM
La caza de brujas no fue exclusiva de Europa, sino que también tuvo una gran relevancia en el Nuevo Mundo, y en concreto en la región de Nueva Inglaterra. Las primeras comunidades que se establecieron en la costa este de Estados Unidos, procedentes de Inglaterra, estaban formadas en su mayor parte por fanáticos religiosos, puritanos que veían al demonio en cada esquina y cuyos temores se incrementaron al instalarse en una tierra extraña. Aunque también la consideraban la Tierra Prometida. Fue a finales del siglo XVII, cuando ya la caza de brujas había remitido hasta casi desaparecer en Europa —la última bruja fue ejecutada en Inglaterra en 1685—, la época en la que tuvo lugar el caso más célebre, polémico y brutal de la crónica estadounidense: el proceso de Salem
En 1692 la fiebre de la
brujomanía se apoderó de una pequeña aldea del actual estado de
Massachusetts: Salem. Todo comenzó cuando Tituba, una esclava de color del
reverendo del lugar, Samuel Parrish, comenzó a contar a un grupo de jóvenes
muchachas historias tradicionales provenientes de las Indias Occidentales en
las que abundaban la magia, la superstición y los hechos sobrenaturales. Estos
relatos, narrados en un ambiente de marcada sensualidad, causaron una gran
impresión en dos de las muchachas más jóvenes: Elizabeth Parrish, de nueve años
de edad e hija del reverendo, y Abigail Williams, de once años. Pronto
comenzaron a sufrir extraños ataques, acompañados de sollozos y convulsiones,
despertando la inquietud de la comunidad, cuyos miembros ya empezaban a creer
que todo se debía al acecho del maligno. Incluso Elizabeth, que había recibido
una estricta educación religiosa, llegó a arrojar la Biblia «de un extremo a
otro de la casa». Un comerciante de Boston que fue testigo de la conducto
histérica de las muchachas, relató que desde el principio éstas actuaban
adoptando «extrañas posturas y gestos grotescos, y pronunciaban discursos
ridículos, que ni ellas ni nadie entendían».
Pronto el ambiente de histeria afectaría al resto de muchachas, entre ellas a Ann Putnam (12 años), Elizabeth Hubbard (16),Mary Walcott (19),Mary Warren (20), Mercy Lewis (19),Susan Sheldon (18) y Elizabeth Booth (18). Estas ocho jóvenes eran las cabecillas del grupo a las que uno de los acusados, el anciano George Jacobs, describiría más tarde como «perras brujas». A diferencia de otros procesos que se llevaron a cabo en el Viejo Continente, en Salem, según la mayoría de los estudiosos, las jóvenes eran plenamente conscientes de sus actos, demostrando un verdadero prodigio de astucia y falsedad con la intención de implicar a las personas menos agradables de la comunidad o a aquellas con las que estaban enemistadas sus familias.
El médico de Salem, un tal doctor Griggs, en cuya casa se alojaba una de las chicas endemoniadas, afirmó que se trataba sin duda alguna de un caso de brujería, en conformidad con los clérigos del lugar. El caso más relevante de la historia de la brujería — a cuya fama contribuyó la obra de Arthur Miller Thecrudble— sembró el pánico, la delación y el terror en todo un pueblo. Lo que comenzó como una travesura adolescente, acabó convirtiéndose en todo un proceso del que todavía hoy quedan muchos puntos oscuros. Una de las chicas, por ejemplo, mencionó a los espectros que acabarían siendo célebres en Salem, declarando que intentaban atraerla a la causa del diablo. La situación se agravó cuando confesó ante el tribunal que mantenía relaciones con el diablo, el cual adoptaba la forma de un «animal lleno de pelos, inclusive la cara, con una nariz muy larga».
Los chivos expiatorios fueron en su mayor parte personas indefensas o que no encontraban su lugar en la comunidad: una tal Tituba; la mendiga Sara Good; Sarah (Kborne, una tullida casada tres veces; Martha Cory, una mujer que tenía un hijo mestizo que, para más inri, era ilegítimo; y el matrimonio formado por John y Elizabeth Proctor. La malograda Sarah Good fue acusada de utilizar le hechicería y la brujería para atormentar a varios lugareños, entre ellos a Sarah Bibber y a Ann Putnam. El grupo de chicas sufría convulsiones cada vez que un acusado tenía que comparecer ante el tribunal, y afirmaban ver fuerzas malévolas ante sus ojos —invisibles para el resto— en un estado de semitrance, acompañado a veces de convulsiones. Para demostrar cómo eran atormentadas por ese poder maléfico, durante las sesiones las muchachas gritaban como si experimentasen dolor y aseguraban que dlguien las mordía, las pinchaba y las paralizaba. Además, contaban con el apoyo incondicional de la madre de Ann Putnam, auténtico cerebro, según varios investigadores, de aquel montaje.
Los declaraciones juradas de las muchachas, muy similares entre sí, no tienen desperdido. Elizabeth Booth declaró ante el tribunal: «Desde que estoy afectada por este mal, mi vecino John Proctor o su espectro me tortura cruelmente. Asimismo, he visto a John Proctor o a su espectro torturar y atormentar cruelmente a Mary Walcott, Mercy Lewis y Ann Putnam, pinchándolas y golpeándolas, y casi llegó a asfixiarlas». Por su parte, Mary Walcott declaró poco tiempo después que creía sinceramente «que Abigail Faulkner es bruja y que nos ha atormentado muchas veces, a mí y a las mencionadas personas, con actos de brujería». Algunas jóvenes comenzaron a echarse atrás ante tamaña farsa y a retractarse, como Sarah Churchill o Mary Warren, criada de los Proctor. Pero ante la presión del resto del grupo.que las amenazó con acusarlas también a ellas de brujería, volvieron a su actitud inicial, formando una pina con el resto de jóvenes.
Por aquel entonces el gobernador y el concejo de
Salem Village pidieron consejo al i li TO de Boston. En ese momento
entró en escena un fanático personaje obsesionado con la brujería: Cotton
Mather. Las obras que publicó:Memorableprovidences relating to witchaaft and
possessions (1689) y Wonders ofthe invisible worid (1693) —esta última sobre
los fenómenos que tuvieron lugar en Salem desde su particular visión puritana—
contribuyeron a incrementar la histeria de los lugareños. Hn las declaraciones
de los testigos la imaginación se mezcló con la tradición inglesa sobre la
brujería y la influencia de textos como el de Mather. Jeffrey B. Russell
señala, en referencia a los testimonios, que «las brujas frecuentaban una
sociedad secreta donde aparecía el diablo en forma de un hombre negro y las
bautizaba con su nom-l bre.Comulgaban un pan diabólico y negro;acogían en sus
casas a demonios con forma de animales, a los que amamantaban con sangre
mediante los denominados 'pezones de bruja;y llevaban a cabo maleficios contra
sus enemigos,causando enfermedades, desplazando objetos de forma sobrenatural
y, por supuesto,atormentando a las jóvenes poseídas con ataques y
convulsiones».
Los acontecimientos se precipitaron de tal manera que los acusados llegaron a
alcanzar la sorprendente cifra de 150 personas, de todas las capas sociales,
desde campesinos a terratenientes. Muchos de ellos se salvaron de la pena
capital al confesar y admitir que eran brujos, única forma de escapar a la
horca. La confesión significaba el indulto.Sin embargo,aquellos acusados que
negaron una y otra vez los hechos pagarían con su vida tamaña insolencia.
En un principio, la mayoría de los acusados vivía en Salem o en los
alrededores, y algunos en la localidad vecina deTopsfield.algo significativo si
tenemos en cuenta que i ambos pueblos se hallaban enfrentados. Pero pasado el
tiempo comenzaron a aparecer acusados de lugares más lejanos, como la localidad
de Andover, donde las jóvenes Ann Putnam y Mary Walcott, que desconocían el
nombre de sus habitantes, utilizaron la llamada «prueba del tacto» para
averiguar la implicación de los mismos: los ciudadanos formaban una fila
delante de las muchachas.que sufrían ataques.y las tocaban. Si alguno conseguía
calmarlas con su simple tacto significaba que era brujo. Dicho procedimiento,
totalmente arbitrario, indica el grado de auténtica paranoia que se vivía
entonces en Nueva Inglaterra y evidencia que las jóvenes estaban dispuestas a
llevar su farsa hasta sus últimas consecuencias. Varias mujeres de Andover,
entre ellas Ann Pudeator y Mary Parker, fueron ahorcadas por el simple hecho de
conseguir que Ann Putman saliera de su supuesto estado de delirio, sin prueba
concluyeme alguna. Acusar a otros era, junto a la confesión, la mejor manera de
ganarse el respeto y la clemencia de los jueces, lo que provocó, como en la
mayoría de los procesos por brujería, una oleada de acusaciones y delaciones
falsas. El grupo acudió a la llamada de otras localidades, como Gloucester,
donde localizaron a cuatro brujas, pero cada vez despertaban una mayor
animadversión entre las gentes, como le ocurrió en Inglaterra a Matthew
Hopkins.
Por sorprendente que parezca, los acusados tuvieron que pagar su manutención
mientras permanecieron en prisión e incluso el indulto y la absolución costaban
cierta cantidad de dinero. Los familiares de los acusados tenían que pagar al
verdugo la ejecución y algunos tuvieron que continuar en la cárcel aún después
de que otros fue-i.in liberados porque no habían perdido todas sus
pertenencias.
Los miembros del tribunal utilizaron todas las medidas a su alcance para
arrancar c onfesiones, algunas realmente horrendas: obligaban a declarar a los
reos atándoles el c uello a los tobillos hasta que sangraban por la
nariz.Adm¡tían además los testimonios de niños de corta edad, como el de una
pequeña de siete años cuya confesión llevó a que ahorcaran a su madre, Martha
Carrier, además de negar asistencia legal a los acu-s.idos.que debían superar
terribles interrogatorios.
El primer ahorcamiento tuvo lugar el 10 de junio de 1692. Otras cinco brujas
fueron rihorcadas el 19 de julio y otras seis más el 5 de agosto. En lugar de
intentar detener las ejecuciones, Cotton Mather, que en alguna ocasión había
hecho un llamamiento a la precaución para no condenar a personas inocentes,
subió al cadalso durante el ajusti-i iam¡ento de George Burroughs y pronunció
un discurso improvisado y fanático para que la multitud apoyara la acción del
verdugo. Cuando se produjo la última ejecución por brujería,el 22 de septiembre
del mismo año.diecinueve personas habían sido ajusticiadas y más de cien
encarceladas. El anciano Giles Cory fue el que sufrió una muerte más cruel: sus
verdugos lo sometieron a aplastamiento.
Para
cuando se ejecutó a la última víctima, un amplio sector de la opinión pública
de todo Boston se había levantado contra la farsa llevada a cabo por las
muchachas y contra un tribunal que había aceptado «pruebas espectrales» que no
podían ser demostradas e incluso el testimonio de niños de corta edad. Increase
Mather, pastor protestante y padre del fanático Cotton Mather, se opuso al tipo
de pruebas con las que se dictó sentencia y señaló que «sería mejor que se
librasen del castigo diez sospechosos de brujería a que se condenase a una sola
persona honrada. Es mejor absolver a un culpable que condenarlo sin motivo. Prefiero
considerar mujer honrada a una bruja que bruja a una mujer honrada».
Las
ejecuciones fueron detenidas, pero el daño ya estaba hecho y uno de los
episodios más tristes de la historia del hombre había sido escrito. En 1890
George Lincoln Burr, escribió en The literature of witchcraft: «Los sucesos de
Salem, en Nueva Inglaterra, fueron las últimas chispas de la abominable
llamarada que durante tanto tiempo plagó de horrores la noche europea».
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Magistral Profe!! muchas gracias por el conocimiento!
ResponderBorrarTantos siglos de dolor, sufrimiento, da la sensación que los que ejecutaban o escribían los libros para detectar a las brujas-brujos eran poseídos por una maldad sin límites quizás hasta ellos mismos eran los poseídos, o tal vez sean los mismos miedos, demonios internos de la humanidad, la sombra de nuestro inconsciente colectivo... Gracias por el artículo
ResponderBorrarAra de Chile